"La incomprensión del presente nace, fatalmente, de la ignorancia del pasado". Marc Bloch

"La historia es el progreso de la conciencia de la libertad". Hegel

lunes, 31 de enero de 2011

La caída de Constantinopla (I)

El 18 de Febrero de 1451, subió al trono Mehmed II. El joven sultán demostró desde el primer momento una disposición pacífica. Aseguró a los mensajeros del emperador de Bizancio, Constantino XI Dragasés (1449-1453), su voluntad de mantener la paz. También renovó la paz con Venecia y con Juan Hunyadi, regente de Hungría y principal enemigo de los otomanos.
Todo la Cristiandad occidental interpretó sus intenciones amistosas como debilidad. Sin embargo, nadie estaba en condiciones de emprender acciones; todos tenían sus propias preocupaciones. El Sacro Imperio Romano Germánico, estaba demasiado ocupado reivindicando su derecho a los tronos de Hungría y Bohemia. Francia bastante tenía con intentar rehacer su país tras la convulsión de la Guerra de los Cien Años (1337-1453) y ocuparse de un vasallo peligroso, el Duque de Borgoña, cuyas tierras y riquezas eran mucho mayores. Tampoco Inglaterra, debilitada por los desastres de las guerras con Francia, y gobernada por un rey pusilánime, Enrique VI, era poco proclive a derrochar soldados en aventuras externas. En una postura similar se mantuvieron los Reyes de Castilla y Portugal, pues ya tenían suficiente con combatir al infiel en su propia casa. El único monarca que tuvo interés por Oriente fue Alfonso V de Aragón (1416-1458), quien había ocupado el trono de Nápoles en 1443, y que manifestó su afán por dirigir una expedición a Bizancio.
Mehmed II, el Conquistador
Un hecho que ponía en peligro la precaria paz establecida fue la petición de Constantino XI al Sultán por los pagos que este le prometió para el mantenimiento del príncipe Orhan, que se encontraba bajo su custodia. La respuesta por parte de Mehmed a tamaña impertinencia del emperador fue la dar la orden de comenzar a construir una poderosa fortaleza en el Bósforo, en su lugar más estrecho, llamada hoy Anadolu Hisar. La parte de la costa donde fue construida pertenecía oficialmente a Bizancio, pero Mehmed no dudó en retar al emperador desdeñando pedir autorización para desembarcar allí. El sultán quería cortar las comunicaciones entre el Mar Negro y Constantinopla, impidiendo así que recibiera suministros y avituallamientos. Constantino protestó, pero Mehmed le respondió que pretendía sencillamente garantizar la seguridad del Bósforo por ser él soberano de las dos orillas. Tal declaración de intenciones hizo que Constantinopla se temiera lo peor.
Mehmed dio orden de ocupar las plazas bizantinas de Mesembria, Anquialo, Bizo y otras. A fin de debilitar a los eventuales aliados de Constantino y de impedirles acudir en su socorro, ordenó llevar a cabo la misma operación en Albania contra Skanderberg, líder de los albaneses, a quien le fue imposible participar en la batalla de Constantinopla. De esta manera, Mehmed declaró la guerra a Constantino.
Por otra parte, el papa Nicolás V (1447-1455) presionaba a Constantino mandando a Constantinopla al cardenal Isidoro de Kiev, con la misión de insistir en que Constantino obligara a su clero a someterse a la Iglesia de Occidente. El 12 de Diciembre de 1452, se celebró un oficio en Santa Sofía, proclamando  solemnemente la unión de la Iglesia Oriental con la Iglesia Occidental, en presencia de Constantino XI. Su único resultado fue aumentar la irritación de los adversarios de la unión. Fue entonces cuando el megaduque Lucas Notaras, uno de los más altos dignatarios bizantinos, pronunció la famosa frase: “Antes el turbante de los turcos que la mitra de los latinos”.
Constantino no podía esperar mucha ayuda de Occidente. Juan Hunyadi se excusó en la situación interna de Hungría y sus acuerdos con Mehmed. En cuanto a los estados italianos, tenían considerables intereses en oriente, con el que realizaban la mayor parte del comercio. Venecia disfrutaba de importantes prerrogativas en Constantinopla y era dueña de un barrio entero en el Cuerno de oro. Génova también tenía, al otro lado del cuerno de oro, el barrio de Galata-Pera, centro comercial y de enlace con sus enclaves del mar negro. Sin embargo, ambas tenían en mayor interés llevarse bien con el turco, la nueva potencia con la que indudablemente habría que contar un día en Oriente. Tras muchos meses de debates, Venecia, La Serenísima, decidió enviar diez galeras al mando del capitán Jacobo Loredan, pero jamás llegaron jamás a Constantinopla. Junto con los navíos enviados por el Papa, se utilizaron para proteger las posesiones venecianas en el mar Egeo después del hundimiento de Bizancio. En Génova, los consejeros de la república decidieron enviar tropas para defender Galata-Pera y escribir al rey de Francia y a los demás príncipes cristianos pidiendo que acudieran en socorro de Constantino. Tampoco los príncipes ortodoxos podían prestar auxilio. El Gran Príncipe de Rusia, Basilio II (1425-1462), se hallaba demasiado lejos y tenía que solucionar múltiples conflictos en su país; los llamamientos que se le hicieron fueron inútiles. Además, Rusia estaba muy ofendida por la proclamación de la unión de las dos Iglesias. En Albania, Skanderberg seguía siendo una espina para Mehmed, pero no tenía buenas relaciones con los venecianos.
El socorro occidental a Bizancio fue obra de personajes aislados y de mercenarios, pero en ningún caso de los gobiernos. Se limitaría a los doscientos hombres llegados de Quíos con Leonardo e Isidoro de Kiev, a los que se sumarían seiscientos o setecientos mercenarios de la misma isla bajo el mando del genovés Giovanni Giustiniani-Longo, un soldado de profesión a quien el emperador nombró strategos autocrator, responsable de la defensa terrestre de la ciudad. Giustiniani era un joven militar perteneciente a una de las grandes familias de la República genovesa y pariente de la poderosa familia de los Doria. Tenía fama de ser muy experto en la defensa de ciudades amuralladas. El capitán veneciano Gabriel Trevisano, encargado de proteger los navíos del mar Negro, se sumó a los defensores. La colonia veneciana de Constantinopla, dirigida por Girolamo Minotto,  ofreció apoyo incondicional. Los catalanes que habitaban en la ciudad, con intereses económicos puestos en la misma, también decidieron unir sus fuerzas con Bizancio bajo la organización del cónsul Pere Julià. El pretendiente otomano, Orhan, que había vivido desde su infancia en Constantinopla, ofreció sus servicios al emperador.
Mehmed había conseguido uno de sus objetivos: aislar la ciudad y cortar sus fuentes de abastecimiento y los accesos por donde podrían llegar las posibles ayudas. Disponía de un poder de fuego formidable, increíble para su tiempo. La destrucción provocada por la artillería y su efecto psicológico serían  uno de los principales elementos del éxito del plan de conquista de Constantinopla. El 5 de Abril de 1453, el ejército turco, de unos 150.000 hombres y formado por jenízaros, arqueros, ballesteros y arcabuceros, llegaba a Constantinopla.

La caída de Constantinopla (II)

En los siglos de oro del Imperio la fortificación que defendía Bizancio había sido inexpugable. Sin embargo, el Basileus no podía, dado el estado que se encontraba el tesoro, mantener en condiciones aquellos muros. Tenía otro motivo para reducir la defensa: la falta de soldados, en total unos 4774 bizantinos, a los que hay que añadir los 200 hombres llegados con Leonardo de Quíos e Isidoro de Kiev, así como los 500 o 600 traídos por Giustiniani y algunos centenares de voluntarios y mercenarios de muy diversa procedencia, el número de defensores de Constantinopla no sobrepasó los 8000, extremadamente poco frente a los 150000 otomanos poderosamente armados. La artillería de Constantino también era débil comparada con las 150 o 170 unidades de Mehmed II y la flota de Constantino no era mejor que su ejército o su artillería. Bizancio, casi abandonada por la Europa cristiana, afrontaba en las peores condiciones el combate que debía decidir su suerte para siempre. Constantino no lo ignoraba y fue ciertamente sin hacerse ilusiones como rechazó, en vísperas de los primeros asaltos, la propuesta de Mehmed, que le prometía, con esta condición, “dejar a salvo a los habitantes, con sus mujeres, sus hijos y todos sus bienes, permitiéndoles dedicarse a sus negocios”. El sultán había querido ocupar Constantinopla sin combatir y, sobretodo, sin que fuera entregada al pillaje de sus tropas.
Puerta de Bucoleon, defendida por los catalanes de Julià
El 6 de Abril, el emperador abandonó el palacio de Blanchernes probablemente convencido de que no volvería jamás a verlo, e instaló su puesto de mando cerca de la Puerta de San Román, en el Mesoteiquion, casi en frente del campamento del sultán. A su flanco derecho estaba el genovés Giustiniani, en la Puerta de Carisio, y tenía consigo a sus mercenarios llegados desde Génova y Quíos. Giustiniani, que desde su llegada había tomado en sus manos la organización de la defensa, desempeñaría una función importante durante el asedio. Los hermanos Bocchiardi y sus hombres ocupaban el Miriandrion, al lado de la Puerta de Carisio. A la izquierda del emperador estaba Cattaneo con sus tropas genovesas y, junto a él, un pariente del emperador, Teófilo Paleólogo, con tropas griegas, que custodiaban la puerta Pegae. El palacio y el sector próximo habían sido confiados al embajador Girolamo Minotto con sus voluntarios venecianos. La defensa de los otros sectores había sido repartida entre bizantinos y latinos en número casi igual, aunque estos últimos se encargaban de la defensa de las zonas más sensibles. Los catalanes, a cuya cabeza se encontraba el cónsul Pere Julià, defendían el sector de Bucoleon (Puerta Imperial marítima). Orhan se ocupaba con sus pocas decenas de turcos del sector del puerto de Eleftheros, también en el Mármara. No lejos de allí, el cardenal Isidoro de Kiev y el arzobispo de Mitilene, Leonardo de Quíos, debían defender el sector cercano al palacio de los Manganes. Las orillas del Cuerno de Oro estaban custodiadas por los marinos al mando del capitán Gabriel Trevisano, mientras que su compatriota, Alviso Diedo, fue nombrado capitán de los barcos anclados en el puerto. En la ciudad habían quedado dos destacamentos de reserva, uno al mando del megaduque Lucas Notaras, acantonado en el barrio de Petra, pegado a las murallas terrestres y provistos de cañones móviles; y otro al mando de Nicéforo Paleólogo, cerca de la iglesia de los Santos Apóstoles, en la loma central. El emperador dio la orden de tender la cadena del Cuerno de Oro. Diez barcos fueron separados de la flota para custodiarla. La susodicha cadena estaba sujeta por uno de los extremos a la Torre de Eugenio, bajo la acrópolis, y por el otro a la torre de las murallas marítimas de Pera.
Hacia el 12 de Abril comenzó el bombardeo, día y noche, durante muchos días, las balas golpearon el recinto, destruyendo almenas, casamatas y torres, y dañando el muro pero sin lograr abrir grandes brechas. En numerosas ocasiones los griegos trataron también de realizar escaramuzas que, sin embargo, les costaban demasiado caras, y ya no hicieron más. Transcurrió una semana sin grandes resultados. Las defensas habían sido dañadas y destruida la torre de San Román, pero Giustiniani había hecho reparar inmediatamente esta zona de la muralla. Mehmed decidió entonces ampliar sus ataques, estimando que dada la debilidad numérica de sus tropas, Constantino no podría luchar en todas partes, por tierra y por mar. El almirante Baltaoglu recibió la orden de atacar a las naves que bloqueaban el Cuerno de Oro y de forzar la cadena, pero sin éxito alguno.
Para saltar la cadena, decidió transportar a través de colinas y barrancos una parte de la flota desde el fondeadero de Diplokionion en el Bósforo, hasta Peghi, en el interior del Cuerno de Oro, separados por una distancia de 4,4 kilómetros. Los soldados y la tripulación recibieron la orden de cortar árboles y maleza por el recorrido indicado y, después, armaron una especie de resbaladero, hecho de vigas de madera ensambladas, sobre las que se colocaron rodillos de madera untados de grasa, de aceite y de talco. Los griegos, incapaces de impedir esta operación, estaban estupefactos. Su situación se había agravado singularmente. Las tropas Constantino XI eran ya insuficientes en número y ahora había que retirar hombres de las posiciones que mantenían  para proteger las murallas de esa zona. Fue así como la defensa perdió el control sobre el Cuerno de oro.
Otra estrategia turca fue la de cavar túneles bajo la muralla para hacer estallar minas, sobre todo en el sector del palacio de las Blanchernes; los griegos los descubrían y colocaban contraminas, gracias a la pericia del ingeniero germano Johannes Grant. Pero a Mehmed ya se le había ocurrido otra cosa. La mañana del 18 de Mayo lo defensores quedaron horrorizados al ver una gran torre de madera sobre ruedas, levantada fuera de las murallas del Mesoteiqueion. Consistía en un armatoste de madera recubierto de tiras de piel de buey y de camello, con peldaños en su interior que conducían a una plataforma elevada, de la misma altura que la muralla exterior de la ciudad. Se había colmado parte del foso con cascotes, piedras, tierra y broza, y se había hecho avanzar la torreta sobre el terraplén para probar su resistencia. Pero durante la noche, algunos defensores se deslizaron fuera y colocaron barriletes de pólvora en el terraplén. Cuando les prendieron fuego, se oyó una gran explosión y la torreta quedó envuelta en llamas, para luego derrumbarse y matar a los que se hallaban en su interior. Idéntico fracaso sufrieron otras torres de asalto construidas por los turcos. El día 23, día de la victoria final en los túneles, las esperanzas cristianas sufrieron un terrible golpe. Esa tarde fue avistado un navío navegando por el Mármara y perseguido por barcos turcos. El barco griego había estado rastreando de un lado a otro todas las islas del Egeo, sin hallar ningún barco veneciano ni rumores de barcos en perspectiva. Esto quería decir que ninguna potencia cristiana iba a unirse a la batalla a favor de Constantinopla, y debía afrontar sola su irremediable destino.
Aproximadamente tres horas antes del alba del martes 29 de mayo, Mehmed, que estuvo al mando de sus tropas del principio al fin, dio la señal de ataque, primero frente a la puerta de San Román, y después a lo largo de toda la muralla. El sultán había decidido que sus unidades irían al combate en tres oleadas sucesivas. Los irregulares (basibuzuk), en su mayoría cristianos atraídos por el botín, se lanzaron al asalto. Su misión consistía en cansar a los defensores y obligarles a gastar munición. Tenían que trepar por la muralla con escalas y tratar de penetrar en el interior de la fortificación. Ninguno de ellos lo consiguió. La segunda oleada corrió la misma suerte. Mehmed ordenó entonces que las tropas de Anatolia, que habían tomado posiciones al sur de la puerta de Polyandru, se dirigieran hacia el norte, entre la puerta de San Román y la Puerta de Charisio. Todos los sectores habían entrado en combate, pero ningún grupo importante consiguió penetrar en la ciudad. El sultán decidió que era el momento de enviar a las tropas de élite, las mejores unidades de infantería y los jenízaros. En las primeras horas del día, los hombres de Mehmed ya empezaban a dominar con toda evidencia a los extenuados griegos y latinos. Giustiniani, el más sólido pilar de resistencia fue herido, y exigió que se le trasladara a Pera, abandonando a su suerte a sus subordinados. Que el soldado más carismático y valeroso de la defensa vacilara mermó la moral de los asediados, hasta el punto de que muy pronto se hundió la totalidad de la defensa.
Entrada triunfante de Mehmed II
Las súplicas de Constantino XI a Giustiniani para que no abandonara su puesto resultaron inútiles. De esta manera, los combates prosiguieron en puntos aislados, hasta que griegos y latinos, viendo que todo estaba ya perdido, emprendieron la huida a través de la ciudad. Algunos historiadores sostienen que el emperador pudo ser asesinado mientras se dirigía a la Puerta Áurea, otros argumentan que cayó cerca de Santa Sofía, pero la mayoría están casi seguros que Constantino XI  Dragasés perdió la vida cerca de la Puerta de San Román. Allí, al ver que la derrota estaba cerca, se quitó sus insignias imperiales y se arrojó a la batalla, sin saberse nunca más de él. Del resto de defensores se sabe que, según fuentes de la época, Girolamo Minotto y sus venecianos se rindieron y fueron hechos prisioneros, al igual que los hermanos Bocchiardi. Gracias al ansia de pillaje de los marineros turcos, la mayor parte de la flota de Alviso Diedo pudo romper la cadena y huir del Cuerno de Oro hacia el Mármara.
Los turcos arrasaron la ciudad, el pillaje de iglesias, monasterios y residencias privadas dio comienzo, durando hasta tres días. Los cautivos ascendían a unos cincuenta mil, de los cuales únicamente quinientos eran soldados. El resto del ejército cristiano había perecido o huido. En total, los muertos, incluidos víctimas civiles ascendían a unos cuatro mil. Entre los cautivos griegos destacaba el megaduque Lucas Notaras, al cual liberó. No tuvo la misma piedad con los cautivos extranjeros, como Girolamo Minotto, Pere Juliá o el príncipe Orhán, que fueron ejecutados. Leonardo de Quíos, y el cardenal Isidoro de Kiev fueron afortunados, pues el primero logró huir gracias a los mercaderes de Pera, y el segundo oculto bajo los andrajos de un mendigo. La amabilidad mostrada por Mehmed II con los ministros supervivientes del emperador duró poco. Los consejeros del sultán le advirtieron que desconfiase del megadux, por lo que fue ejecutado poco después con sus dos hijos.
Mehmet II, tras finalizar la conquista, quiso demostrar que consideraba a los griegos igual que a los turcos, y para ello procuró el bienestar de la Iglesia Ortodoxa nombrando a un nuevo patriarca. Además, dedicó el resto de su reinado a la consolidación de su Imperio y a la reconstrucción de Constantinopla. 
Fuentes: 
Clot, André. Mehmed II el conquistador de Bizancio. Ed. Planeta
Runciman, Steve. La caída de Constantinopla, 1453. Ed. Reino de Redonda

viernes, 28 de enero de 2011

¿Qué es la Historia?

El estudio de las concepciones históricas ha sido objeto de debate desde la Ilustración y, aún hoy, continúa siéndolo. Qué es la historia, cuáles son sus objetivos o qué metodología debe seguir, son algunas de las preguntas que se han formulado historiadores, filósofos, antropólogos e incluso científicos y que, además, ha generado una amplia bibliografía.
Muchos fueron los ilustrados que, como Montesquieu (1689-1755) o Voltaire (1694-1778), cuestionaron ese tratamiento de la historia de origen medieval concentrado en el estudio cronológico de reyes y dinastías reales, que no iba más allá del relato, por norma mitificado, de sus logros y hazañas. La historia debía ser una herramienta para comprender la época en que se vive, no un canto a la gloria del rey y sus antepasados, y por ello Voltaire cree que la verdadera historia se alcanza a través de la reflexión crítica de los datos y el pensamiento racional, siendo este el único camino para alcanzar el conocimiento. No obstante, el pensamiento ilustrado no es uniforme y, por tanto, Montesquieu  partirá de la teoría política en vez de la reflexión crítica para explicar la naturaleza de las formas de gobierno, no buscando teorías apriorísticas que las expliquen, si no a través de lo tangible, lo empírico. A pesar de ello, no rechazaba que pudieran existir unas causas generales que explicaran la evolución histórica y su estudio como ciencia. 

Leopold von Ranke
Tras los ilustrados, la historia tomará un cambio de rumbo con Leopold von Ranke (1795-1886), quien se apropió de las palabras de Tácito Sine ira et studio para fundamentar su concepción de la historia, que no era otra que ésta debía ser mostrada tal y como sucedió, y el historiador debía ser un mero “comunicador”, en una búsqueda constante de la objetividad. Por otro lado, podríamos afirmar que, para Ranke, el acontecimiento histórico es un hecho individual e irrepetible, despojando a la historia de un sistema teórico que explicara su evolución y, por ende, obviando el concepto de “ciencia histórica”. La negación de unas pautas comunes que conformen una evolución histórica es justificada por Ranke en la figura de Dios, sacralizando la historia de manera que cada acontecimiento histórico no se relaciona con otro de manera horizontal, si no que cada uno responde a la voluntad de Dios, de ahí su carácter individual y la ausencia de un método científico. Dicho pensamiento, será la fuente de la que beberá el Historicismo alemán, en el que podremos enmarcar, entre otros, a Wilhelm Dilthey (1833-1911), quien trataría a la historia como una “ciencia del espíritu”, separándola de las ciencias naturales, dado que para él, la historia sólo puede ser interpretada y comprendida, nunca explicada mediante métodos científicos.

El historicismo sufrirá una fuerte crisis como método de la mano del materialismo histórico de Karl Marx (1818-1883) y de las aportaciones en sociología de Herbert Spencer (1820-1903). Ambos rechazan el método individualizador que propone el historicismo. Mientras Marx supone progreso en la historia reflejado en la sucesión de modos de producción y, por tanto, que existe una relación entre los periodos históricos basada, al menos, en la economía, rehuyendo de lo singular del acontecimiento, Spencer aplicó en la sociología las teorías evolucionistas de Darwin, señalando que toda sociedad evoluciona ganando en complejidad, de lo que se deduce una periodización de las sociedades lineal y progresiva.

Busto de August Comte
La idea de progreso  y el intento de construir la sociedad humana serían la base de lo que hoy conocemos como positivismo, corriente representada por Auguste Comte (1798-1857) y John Stuart Mill (1806-1873), quienes engarzaban estas ideas rechazando toda noción a priori, aceptando que el conocimiento debía derivar de la experiencia, gracias a la cual ya podríamos elaborar teorías sobre los fenómenos históricos y conocer su estructura y evolución. De esta manera, podríamos afirmar que dotarían a la historia de una metodología con carácter científico, en la que primaría el hecho documentado sobre la interpretación.
No obstante, ya en el siglo XX, el positivismo tendría sus detractores, encabezados por Charles A. Beard (1874-1948) y la New History norteamericana, quien no tardó en calificarlo como un “mero coleccionador de hechos”, acumulando una gran cantidad documental pero sin capacidad de síntesis interpretativa. Su concepto de Historia se basaba en la búsqueda de razones socioeconómicas para explicar los acontecimientos históricos.

Por otro lado, en Francia nacería la Escuela de Annales, cuyos fundadores fueron Marc Bloch (1886-1944) y Lucien Febvre (1878-1956). Esta tomaría una postura crítica con el historicismo, atacando su culto al hecho histórico y el enfoque exclusivamente político, y con el positivismo, al que exige no sólo el estudio del pasado, sino ofrecer una historia al servicio del presente. La Escuela de Annales consideraría la Historia como una ciencia con un sistema teórico propio, capaz de abarcar de manera equitativa aspectos tanto políticos, como económicos, sociales o filosóficos y utilizando una metodología relacionada con otras ciencias, como la Geografía o la Antropología.

Rafael Altamira y Crevea
En España, el historiador Rafael Altamira (1866-1951) se ubicaría del lado de los franceses, rechazando el estudio de lo individual en una apuesta sin concesiones por la composición histórica, ampliándola más allá de la historia política y militar. Además, se mostraría crítico con el materialismo histórico propuesto por el marxismo, acusándolo de economicista y simplista, al atribuir al factor económico ser el motor del cambio en la Historia.
Esta idea de Historia sufriría intentos de despojarle de sus cualidades científicas y provendrían de campos ajenos a la misma. El filósofo Karl Popper (1902-1994) sostendría que la Historia carece de capacidad para enunciar generalizaciones teóricas, y que sólo puede atender a acontecimientos aislados, por lo que carece de método científico. Popper va más allá incluso, aseverando que ni tan siquiera podríamos hablar de una historia del pasado, puesto que todo son interpretaciones históricas, y que estas varían con el paso del tiempo. Del mismo modo, en los años ochenta del siglo XX, el politólogo neoconservador Francis Fukuyama (1952) llegaría a anunciar la "muerte de la historia", apoyándose en que la historia de las ideologías acabaría cuando todos los países asumieran el sistema democrático liberal, una vez cayera por su propio peso el sistema comunista. Evidentemente, el fracaso del capitalismo en algunas partes del mundo quitó la razón a Fukuyama y se la dio a sus opositores. Entonces, cabría preguntarse cual sería el "sujeto histórico", hacia que dirección tenderá la Historia y si  es cierto que nos hallamos en el "principio del fin" de la  misma, un otoño de la Historia, emulando a John Huizinga en su obra El otoño de la Edad Media, o si veremos como sigue su cauce hacia un nuevo paradigma histórico.

Bibliografía:

Carrera Ares, J.J. Razón de Historia. Estudios de Historiografía. Ed. Marcial Pons, Madrid, 2001.

Fontana, J. Historia. Análisis del Pasado y Proyecto Social. Ed. Crítica, Barcelona, 1982.

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